Va cayendo la tarde y el sol agota sus últimos recursos. El cielo se tornasola de dorados y los celestes mutan a suaves malvas. Pero antes de que éstos se transformen en azules casi negros, allá cerca del Compás de Palacio se abrirá un portalón para perpetuar la muerte en las pupilas.
Como si de un ordenado cortejo de oscuras golondrinas se tratara, poco a poco, lentamente, un negro río de carbón va tomando la estrechez de las calles jalonadas de naranjos, segueteando con los perfiles de los capirotes la cal de las paredes de la Parroquia algabeña.
Todo está medido. Todo es pausado. Nada escapa a la improvisación o al nervio, porque la serenidad natural de los acontecimientos es la mejor compañera de ánimo posible. La elegancia apátrida del dolor extiende sus alas a través de negras túnicas de cola, que se bambolean entre rezos, penitencias y silencio.
Tañe una campana de mano con el rigor de la ocasión, y en una coral de voces blancas agonizan cánticos de consuelo y alabanza a la Virgen de la Soledad. Todos saben la imposibilidad de evitarle el sufrimiento, pero ofrecen su compañía bajo la humildad de una túnica que iguala nombres y alcurnias.
Al contemplar el triste espectáculo, la mente viaja en el tiempo a la plenitud de un siglo XVII en el que los algabeños y los frailes del convento franciscano, se encargaron de hacer grande la inigualable maestría barroca que hiere de luto la noche del Viernes Santo.
Despacio, acompasado por hombres anónimos bajo la trabajadera, rodeado de tristes acompañantes vestidos de oro y terciopelos, Cristo yace en su urna, avanzando poco a poco la frialdad de su muerte entre la dulzura tenue de unos cuantos guardabrisas que doran la noche incipiente.
Cae la luz. Cae la temperatura. Calla el siseo y avanza el lúgubre cortejo de una procesión dormida en la noche de los tiempos, sigue la cruz camino de la Parroquia, mientras la primavera acompaña con sus aromas avainillados. Asciende el incienso junto a la cal y, como Cristo, muere el día. La Virgen de la Soledad vuelve a su templo...