Lo sabemos los dos. Te escribo bien temprano en la mañana del día de hoy. Gorjeaban los gorriones que tengo delante del jardín sobre las 6 de la mañana, cuando las claras del día saludaban la perfilada atalaya del aljarafe que veo desde casa. A esa hora, mi mente ya era tuya.
Lo sabemos los dos. Hoy no es uno de tus días grandes. El azahar no ha explotado de aroma ni se asoma curioso entre las hojas de los naranjos de la Plaza, para observar detenidamente el trabajo de la priostía. Cada año diferente. Cada año mejor.
Lo sabemos los dos. Recordaré una mañana de Abril; A ti no te dará tiempo a echarme en falta, porque desde primera hora de la mañana, tal y como sucediera ayer por la tarde, el cariño de tus hijos no te deja a solas un segundo, convirtiendo tu paso de palio en un trasiego de lágrimas y asombros, de emociones y de callada oración. Pero yo a Ti si que te añoro Madre.
Lo sabemos los dos. Ambos nos aguantábamos la mirada con la emoción con la que se saludan dos parientes que viven lejanos, y que deben contarse tantas cosas del día a día que se aturullan las palabras, y nunca saben por donde empezar el relato.
Lo sabemos los dos. A veces es oración en la primera pasada al besamanos. A veces agradecimiento en la segunda pasada. A veces tan sólo un piropo al mirarte la boca cerrada por el dolor, atrapada en un leve suspiro de pena. A veces únicamente el silencio de saberme delante de la Madre de Dios, por los siglos de los siglos en este viejo pueblo de naranjos y Guadalquivir. A veces tan solo lágrima que tímidamente intentaba ocultar.
Lo sabemos los dos. Tengo TANTO que agradecerte, sublime lucero del Domingo de Resurrección, que este año no sabría por donde empezar a contarte. Quizás por eso no has querido que mis pupilas temblorosas se encuentren con tus castaños ojos cansados de llorar, y me has puesto una responsabilidad por cumplir. Sé que fuiste Tú la que has querido el encuentro, porque a lo mejor prefieres que la próxima vez sea una mano pequeñita la que se apoye en la tuya para tocarte, en vez de una mano cansada, de tardes de Septenario…
Lo sabemos los dos. Aunque era necesario que hoy, al amanecer el nublado día, emocionadamente yo te dijera que me muero por verte de nuevo, hermoso desconsuelo, como si fuera la primera vez. Que lo necesito como el aire o el alimento, como el sol o la amistad de los que me quieren.
Ambos sabemos, Señora de La Algaba, que siempre estaré a tu vera, desde el puesto más alto al más insignificante, no hay titulo más grande en la tierra que ser soleano, lo demás; no importa. Siempre iré buscando tu perfil entre los viejos adoquines del Compás, atisbando aromas a incienso y flores, camino de la encalada fachada de tu Parroquia.
Ilumina mi noche, lucero mío, guía mi caminar y cuida de los que quiero. Habrá muchas... pero para mí, como Tú ninguna.